'Cartes mortes', de David Gálvez, se sitúa entre la ficción y la historia
19 marzo 2014, p. 62
En el capítulo dedicado a Kafka del Curso de literatura europea, Vladímir Nabokov pone el ejemplo de tres hombres que pasean por el mismo paisaje: un ciudadano, un botánico y un payés. El ciudadano ve en él árboles con criterios más o menos estéticos, el botánico ve clasificaciones científicas, y el payés ve recuerdos de su infancia. Cuando leemos, viene a decirnos Nabokov, sucede lo mismo: no comparamos el libro con una presunta realidad exterior, sino con nuestra subjetividad, construida lentamente a lo largo de años de experiencias personales.
Leyendo Cartes mortes me he sentido como el payés de Nabokov, ya que el paisaje que dibuja David Gálvez (Vilanova i la Geltrú, 1970) me ha suscitado una espesa red de recuerdos. El libro no solo me enfrenta a una parte importante de mis obsesiones literarias, sino que habla de personas y de hechos que a lo largo de los años se me han hecho familiares -iba a decir íntimos-. A otro lector, ¿le tocarán la misma fibra? ¿se sentirá igualmente interpelado de manera personal? No tengo forma de saberlo, y por eso me siento obligado a dar esta explicación.
Que los personajes principales de Cartes mortes sean una buena parte de mis escritores preferidos no es tan extraño, ya que Julio Cortázar, Laurence Sterne o Mark Twain pertenecen, para entendernos, al canon occidental mayoritario. Lo que me sorprende es que uno de los temas que trata me haya interesado tanto como la relación entre Dalí y Duchamp, y todavía más, que aparezcan referencias al juego de la botifarra, así como a la patafísica, los palíndromos, los grandes maestros del ajedrez o la conducción de excavadoras, temas por los que siento una inclinación que ya no se puede considerar tan generalizada. En algún momento llegué al delirio de creer que este libro estaba dirigido personalmente a mí como lector, que es quizá el modo en que cualquier escritor querría ser leído. Este hecho puede explicar el entusiasmo con el que lo he devorado.
Gálvez se sitúa en el cruce entre la ficción, la historia, la autobiografía y la metaliteratura. Cartes mortes está formado por la correspondencia unidireccional que firma un personaje desequilibradamente brillante que dedica sus energías a establecer la participación de Cortázar en la traducción al castellano del Ferdydurke de Gombrowicz, y que también se interesa por el encuentro -documentado- entre Antonin Artaud y Josep Palau Fabre, y el encuentro -presunto- entre Adolf Hitler y Franz Kafka. Si a ello añadimos que las cartas incluyen notas a pie de página que contradicen, o complementan, o crean un texto paralelo, a la manera de Pálido fuego, de Nabokov, se puede entender mejor mi comparación inicial con el payés mencionado en el Curso de literatura europea.
Cartes mortes es, pues, una investigación delirante elaborada por un personaje de ficción a partir de una selección de hechos históricos documentados de manera obsesiva. Estamos ante una aportación relevante, no sé si al método paranoicocrítico de Dalí, o al genero literario de la especulación, al I progress as I digress de Sterne o al to mock-serious de Gombrowicz, ya que en este libro lo que no es un espejo es un palimpsesto. Leyéndolo, y cito a Gálvez, «passejo entre aquests paisatges de paraules com si xiulés amb les mans a les butxaques». Si llamamos Cartes mortes a las que no llegan al destinatario, bien podríamos considerar «páginas vividas» las que se recrean el libros tan recomendables como este.
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